En muchos supermercados no existe una carnicería como tal (o al menos, no como uno la espera encontrar, como en un mercado por ejemplo) y muchas veces la comodidad nos lleva a ir directamente a los expositores de bandejas de carne preparadas. Esto es a la vez ahorro de tiempo, pero una forma de perderse los mejores trozos de carne si no nos andamos con cuidado.
Esto lo podemos hacer de varias maneras, pero lo que salta a la vista y lo que nos entra a través de la nariz no suele fallar. Si la carne presenta un color café, verde o púrpura, probablemente estará en mal estado, o en el estado inmediatamente anterior.
No valdrá la pena comprarla. Si la textura de la carne es pegajosa, puede ser que las bacterias ya se hayan empezado a multiplicar en la superficie. Además, si nos encontrásemos una envoltura rota o de la que sospechemos que ha perdido la tersura que indica un buen sellado, desechemos la compra.
Por descontado, si la carne huele rancio, agrio, o ligeramente a óxido, estamos ante piezas que ya están acabando su vida útil y, por lo tanto, no nos compensa llevarla a casa. Procuraremos evitar ciertos colores de carne y, por supuesto, los olores.
El color de la carne está causado por una molécula que se llama mioglobina, una gran proteína que tiene un grupo hemo que es directamente responsable, junto a las condiciones externas de darnos uno u otro color. Así, es capaz de estar en cuatros estados
Básicamente, y para no meternos en honduras, la carne presentará cuatro colores en función del estado en el que se encuentre la proteína mioblogina
El estado final es el que provoca un color gris pálido que no es atractivo para el consumidor, que significa que la carne está ya en las últimas fases de su ciclo, y que además desprende un cierto olor a óxido muy característico y que, sencillamente, nos “echa para atrás” a la hora de comprar o consumir.
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